El país trasandino se encuentra en la etapa final de un proceso populista que la dejó al borde de un colapso económico. Después de la crisis de 2001, los aumentos históricos en el precio de la soja en conjunto con las altas retenciones a las exportaciones, permitieron generar un superávit fiscal consolidado equivalente a 3,6% del producto en 2004. Sin embargo, hacia 2009 dicho superávit se esfumó por completo. Seis años más tarde, en 2015, el déficit en las cuentas fiscales (6% del producto) superó por primera vez al del déficit registrado en 2001 (5,4%). Todo se despilfarró en empleo público, subsidios, estatizaciones y en jubilaciones sin aportes previos.
El análisis de CIPPEC (2016) muestra que el número de personas empleadas en el sector público a nivel nacional, provincial y municipal aumentó desde 2,3 millones a 3,9 millones entre 2001 y 2014. Asimismo, el Fondo Monetario Internacional señaló que, pese a que los niveles de dependencia se mantuvieron constantes entre 2008 y 2015, el gasto en pensiones aumentó desde 4,8% del producto en 2008 hacia 7,4% en 2015 como resultado del incremento del número de beneficiarios. De igual manera, el estudio ASAP (2015) señaló que los subsidios energéticos pasaron de ser el 0,2% del PBI en 2005 a 3% en 2015.
Lo anterior explica el incremento exponencial del gasto público consolidado en Argentina, el cual pasó de 22,6% del producto en 2002 a 41,4% en 2015, financiado con impuestos y emisión de dinero y destinado únicamente a mantener altos niveles de consumo. El problema es que, con tales fuentes de financiamiento, en el largo plazo el consumo tiende a volver a su nivel original ya que el aumento es contrarrestado con una mayor carga tributaria y precios más altos. Por ende, es aquí donde se plantea la disyuntiva: hacer el ajuste y que la economía transite por una senda de menores precios e impuestos bajos o aumentar la dosis de gasto público. Argentina siempre optó por lo segundo hasta llegar a algún estallido hiperinflacionario o una crisis de deuda.
La reticencia a la reforma siempre ha sido una constante en la economía trasandina y es lo que explica sus recurrentes crisis económicas. Reducir los impuestos y la emisión monetaria (inflación) requiere recortar el gasto en empleo público, subsidios, empresas estatales y hasta en jubilaciones, un costo transitorio que ningún gobierno (y ninguna sociedad) quiere asumir. Sin embargo, la opción de no ajustar hasta que la economía colapse no es más barata: desde 1980 hacia 2018, Argentina registra una de las tasas de crecimiento promedio anual (1,95%) más baja de América Latina, superando solamente a Venezuela (0,3%).
Las proyecciones para 2019 parecen indicar que la gestión de Mauricio Macri finalmente encontró el camino y tal como él mismo dijo “no hay soluciones mágicas”. Para este año se espera una inflación alta pero aproximadamente 15 puntos menor que la de 2018 (47,6%), mientras que la versión desestacionalizada del estimador mensual de actividad económica ha dado algunas señales de una recuperación en marcha al registrar dos meses consecutivos de crecimiento. No obstante, la ansiedad por soluciones rápidas y el desconocimiento de las consecuencias de años de irresponsabilidad fiscal y monetaria, dejan a la sociedad vulnerable de volver a caer en la tentación populista nuevamente.
Columna publicada por
La Tercera