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El pluralismo no es sinónimo de lo estatal

18 de julio del 2016


El misterio de cuán profunda y revolucionaria en su contenido podía ser la reforma a la educación superior se develó hace pocos días. El proyecto de ley que ingresó al Congreso remueve los cimientos del sistema con una premisa que cruza todos sus ejes: se trata de devolver al Estado un rol protagónico para enderezar un sistema que funciona mal, en parte, por falta de autonomía, pluralidad de visiones y libertad. Se critica que las instituciones definan principios y objetivos “que responden a definiciones autoimpuestas”. Pero, ¿no se trata de eso la autonomía? Se critica que la diversidad proyectos educativos haya ampliado en exceso los horizontes, generando un crecimiento desmesurado de la matrícula en entidades privadas en detrimento de las estatales. Pero entonces, ¿no es un valor la libertad de elección? En materia de financiamiento, se critica el cobro de aranceles por caer en la lógica del mercado, pero se reconoce que la educación superior, en parte, “crea un bien privado” lo que es una flagrante contradicción con la idea tan socorrida de educación como un derecho social que debe ser gratuito. Lo público en el mundo universitario tiene cuatro dimensiones que deben resplandecer en un marco de pluralismo y autonomía: educar a los ciudadanos, quienes a través del saber son más libres, promover la movilidad social de grupos marginados, precisamente por falta de educación, crear bienes públicos mediante la investigación e innovación para el progreso material del país y, finalmente, el anhelo de hallar la verdad para generar un ethos cultural con valores compartidos por la ciudadanía. Y se trata de un pluralismo exigente. No sólo diversidad de miradas y tolerancia. Demanda interactuar con el otro; dialogar y cruzar la vereda para entenderlo. Y autonomía que supone la capacidad mental para tener pensamiento propio libre de cualquier manipulación. En ese contexto, la controversia mayor sobre el quehacer universitario, estatal y no estatal, se centra en la educación, es decir, qué se enseña, y en la búsqueda del conocimiento, qué “verdad” es la que se busca. La objeción a las universidades privadas es que en ellas predomina una mirada parcial de la realidad, ausencia de pluralidad de visiones, y carencia de autonomía en su comunidad académica para decidir con libertad qué se investiga. Esta es una acusación falaz que no tiene asidero. Desde luego, porque el pluralismo no es que las instituciones no puedan tener su propia identidad. La riqueza de una democracia es que puedan coexistir diferentes miradas y convicciones, alojadas en universidades que aportan puntos de vista diferentes que pueden iluminar mejor la vida cívica. En tal sentido todas las universidades tienen su ideario que las hace ser distintas; todos los académicos tienen sus creencias. Como se ha dicho con cierta ironía, al final todas las universidades son confesionales; algunas “confiesan” una cosa y otras “confiesan” otra. Y sus académicos tienen en común que piensan a través de presupuestos que nacen de sus propias convicciones. En consecuencia, sobre el interés público nada hay que haga superior a una universidad estatal por sobre una universidad no estatal. Sin embargo, el problema mayor de este proyecto de ley que pretende redibujar el mapa de nuestro sistema, no es sólo un trato preferente hacia las universidades estatales. Más grave aún, es un control invasivo sobre la conducción de las universidades que vulneran su autonomía, y un trato poco deferente y mezquino hacia universidades no estatales con reconocida vocación pública. Ellas pierden apoyo del Estado, merecido por su carácter público, y se ven obligadas a caer bajo la tutela del gobierno de turno para definir sus ingresos. Un escenario que puede ser devastador. Columna publicada en La Tercera: http://goo.gl/xenJJu
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Educación
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Carlos Williamson

Ingeniero Comercial UC y Master of Arts de la Universidad de Chicago, EE.UU.

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