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Frases para la historia

24 de agosto del 2017


"Raquel, usted me va a excusar… Hablo por quince años de silencio”. Acto seguido, Ricardo Lagos levantó su dedo derecho, miró directamente a la cámara, e increpó a Pinochet delante de todos los chilenos. Fue en 1988, en el programa “De cara al país”, poco antes del plebiscito que puso fin a la dictadura militar. La frase de Lagos, en todos sus aspectos -composición, significado, pausas, y timbre de voz- fue tan perfecta como lapidaria. Raquel Correa, que hasta ese momento había intentado hacer callar a Lagos, no tuvo más opción que oírlo en silencio hasta que terminó de hablar. Cosa que Lagos marcó con una extraordinaria habilidad pronunciando otra frase magistral: “La escucho”. Es decir, lo que Lagos dijo, sin realmente decirlo, fue que ahora que yo he terminado, ustedes pueden hablar. Lagos no iba a aceptar que nadie -ni Pinochet- lo interrumpiera, hasta que dijera lo que quería decir, y sólo podrían retomar la palabra una vez que él los autorizara. El poder de estas frases mágicas -siempre cargadas de contenido emocional y subliminal- es que dejan al receptor sin salida: callado, derrotado, y muchas veces humillado. Es el gol del triunfo anotado en el minuto 90. Ya no hay posibilidad de recuperarse. Algo similar a lo que le sucedió al senador Dan Quayle durante su debate con Lloyd Bentsen ese mismo año de 1988. Ambos eran candidatos a la vicepresidencia de EEUU. Quayle por los republicanos, y Bentsen por los demócratas. Quayle cometió la imprudencia de compararse con John Kennedy. Más aun, se refirió a él como Jack, lo usual entre sus cercanos. Bentsen respondió mirándolo con desprecio y le dijo: “Senador, yo trabajé con Jack Kennedy, yo conocí a Jack Kennedy, Jack Kennedy era amigo mío”. Y después de una pausa bien estudiada, Bentsen lanzó su dardo final: “Senador, usted no es Jack Kennedy”. El aplauso del público después de la intervención de Bentsen sólo contribuyó a golpear aún más al atónito, y ya mortalmente herido, Quayle. Estas frases memorables también se dan en la literatura, aunque en un contexto un poco distinto: no hay una víctima de carne y hueso que acuse el golpe. Su efectividad y potencia hay que medirlas por la veces que son usadas en situaciones reales, sean estas apropiadas o no para encajar la frase en cuestión. La declaración con que Tolstoi comienza Ana Karenina (“Todas las familias felices son similares; pero las familias infelices, lo son cada una a su manera”) es un buen ejemplo. Lo mismo vale para esta: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la era de la sabiduría, era la era de la locura…”, la frase eterna (en realidad, un párrafo de 119 palabras) con que Dickens empieza “Historia de dos ciudades”. Hay otras frases que sin tener muchas aplicaciones prácticas (más que poder citarlas como testimonio de erudición) han pasado a ser parte de nuestro inconsciente colectivo simplemente por su violencia, belleza, o simbolismo. “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”, es el caso más típico. El comienzo de “La metamorfosis” (“Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, y se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”) es otra frase memorable difícil de introducir en una situación cotidiana. Y lo mismo vale para esa frase sorprendente con que García Márquez empieza “Crónica de una muerte anunciada”: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo” (esta frase es revolucionaria ya que viola una norma convencional de la estructura de una novela: anticipa en la primera línea como terminará, sin arruinar el interés por el relato). Oscar Wilde es posiblemente la persona que tiene el récord de haber acuñado la mayor cantidad de frases ingeniosas e irónicas, todas lanzadas por boca de sus distintos personajes: “Sólo los superficiales se conocen a sí mismos” o “el que vive dentro de sus posibilidades [económicas], sufre de una gran falta de imaginación. O “un caballero nunca ofende, a menos que sea intencionalmente”. Otras frases han pasado a la historia debido a sus méritos visionarios. La de Napoleón, pronunciada hace 200 años (“Dejad que China duerma, porque cuando despierte, el mundo temblará”) es el mejor ejemplo. La de Arquímedes (“Dadme un punto de apoyo y levantaré al mundo”) combina elementos científicos y poéticos. Y por último, una de Richard Feynman, que es una de mis favoritas: “Hay que tener la mente abierta, pero no tanto como para que se caiga el cerebro”. Pero, ¿a qué viene esto de las frases memorables? Debo confesar que culpo a Lagos. En un reciente seminario de Moneda Asset Management, el ex Presidente pronunció otra frase significativa (y que me hizo recordar el episodio de 1988): “La tarea número uno es crecer, lo demás es música”. Cuando Lagos habló por quince años de silencio, Chile entero lo escuchó. ¿Cuántos lo habrán escuchado ahora? Columna publicada por el diario Pulso.
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Columna

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Política

publicColaboración con Instituciones o Centros UC

Centro Latinoamericano de Políticas Económicas y Sociales, CLAPES UC
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Arturo Cifuentes

Ing. Civil, U. de Chile; Ph.D. en Mecánica Aplicada, Caltech; MBA en Finanzas, NYU https://arturocifuentes.com
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