Cara está saliendo la gratuidad de la educación superior. Es que lo que empieza espurio termina espurio (¡gran frase!). Porque más allá de las improvisaciones bananeras del Gobierno en la materia, lo cierto es que hay buenas razones para pensar que la gratuidad aunque la vistan de seda, mona se queda. Aquí cuatro:
Primero, la idea confunde la "vulnerabilidad del estudiante", con la "vulnerabilidad del titulado". Si la educación superior es de calidad, se espera que los jóvenes de familias vulnerables que accedan a ella formen familias no vulnerables en el futuro, ¿no? Sucede que la gratuidad no es el subsidio más eficiente de ese virtuoso proceso.
Segundo, busca corregir restricciones de crédito de largo plazo con un subsidio de corto plazo. Me explico: la propuesta asume equivocadamente que es la situación económica del joven al momento de postular/estudiar (corto plazo), más que los largos años de mala educación básica y media (largo plazo), lo que determina su acceso y permanencia en el sistema de educación superior. Así, la idea implica una inconsistencia entre objetivos e instrumentos.
Tercero, en su afán por barrer con el mercado, la propuesta esconde bajo la alfombra las distorsiones generadas por los deficientes mecanismos de financiamiento de la educación superior. Por de pronto, estos explican los altos aranceles, la existencia de dos precios para la misma carrera (arancel efectivo y de referencia), los subsidios cruzados y el empoderamiento de un oligopolio de instituciones privilegiadas. ¿No era mejor corregir las distorsiones en vez de esconderlas?
Cuarto, impondrá una camisa de fuerza a las instituciones que se sumen a ella. Si no es la burocracia del Estado, será la fijación de los aranceles por parte de un panel de expertos o las restricciones sobre el número de alumnos. Todo lo contrario a lo que requiere un sistema moderno y competitivo.
Pero el debate en torno a la gratuidad no ha sido en vano. Este nos informó que los problemas de calidad pueden afectar de capitán a paje. Por eso debemos proveer al sistema de incentivos que aseguren, por ejemplo, que los rectores sean más reconocidos por sus méritos académicos que por sus habilidades como lobistas, por su capacidad para gestionar los recursos existentes más que por sus súplicas por ayuda del Estado, y por apoyar la sana competencia más que las defensas corporativas.
Lo desolador es que en la pestilencia del sistema se aloja la mejor justificación de la gratuidad: ¿Cobrar por una educación superior de mala calidad? ¡una estafa! ¿Endeudar al pobre que seguirá siendo pobre incluso luego de obtener un título? ¡un abuso! Claro, también está la justificación alternativa, la del derecho social, un psicotrópico ante la gratuidad que solo calma momentáneamente el trastorno de ansiedad causado por tan mala idea.
*Columna publicada por El Mercurio