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La educación técnica como capital humano avanzado

12 de octubre del 2016


Chile está experimentado una histórica transformación de su educación superior. No me refiero al inmenso aumento en la matrícula, resultado directo de políticas de financiamiento implementadas por el Estado hace más de una década. Tampoco por los traumáticos cambios forzados por improvisadas reformas que han recientemente aquejado al sector. No, el cambio ha tenido un origen más virtuoso. Ha sido el resultado de las decisiones de miles de estudiantes y sus familias que han optado por la educación técnico-profesional por sobre la universitaria. Basta un par de números para ilustrar la transformación. En el año 2005, cerca de 650 mil personas cursaban estudios en el sistema de educación superior. De estas, solo 194 mil (un 29% del total) lo hacía en alguna de las 3.200 carreras técnicas y profesionales del sistema. Una década después, la situación es distinta. En 2015, la matrícula total en la educación superior superó el millón 200 mil estudiantes, con más de 525 mil (un 42,6% del total) optando por alguna de las más de 6.300 carreras ofrecidas por Institutos Profesionales o Centros de Formación Técnica. Al menos dos factores explican el notable crecimiento de la educación técnico-profesional superior, dos caras de la misma moneda. Primero, la reducción en los retornos económicos de un título universitario ha sido un factor clave. La extensa duración de las carreras y sus altos costos, sumado a los documentados problemas de calidad que afectan a muchas carreras universitarias —que no solo redundan en cartones poco valorados por el mercado, sino incluso en mediáticos escándalos—, han llevado a miles de estudiantes a optar por alternativas más rentables. En segundo lugar, los cambios en el mercado laboral. Más y más empresas demandan profesionales con conocimientos aplicados y con formación pertinente. Esto, probablemente haya permitido a los empleadores convencerse de que un título técnico-profesional de buena calidad es mucho mejor que un universitario de mala calidad, algo que ha sido documentado por la evidencia. Lo anterior —sumado a los cambios que dejó el súper ciclo de los recursos naturales, con aumentos salariales importantes, particularmente entre los trabajadores de cargos medios— es un elemento que ha contribuido a este creciente interés por la educación técnico-profesional en Chile. Sin embargo, no basta con el instinto natural de los agentes. Las políticas públicas deben también contribuir al proceso, y una prioridad debe ser el concientizar a las familias de que un título técnico-profesional tiene igual o incluso mayor valor (privado y social) que uno universitario. Dicho proceso, si bien ya ha comenzado, es más difícil de lo que parece, pues debe contradecir décadas de promesas políticas que apuntaban a promover “la primera generación de universitarios dentro de las familias”. Y por cierto, la reciente ola de gratuidad universitaria que hace incluso menos atractiva la educación técnico-profesional apunta en la dirección equivocada. El apoyo también debe surgir a partir del levantamiento de una institucionalidad que asegure una educación técnico-profesional superior de calidad. Y para esto es importante aprender de los errores pasados. Será necesario un diseño quirúrgico, en donde se exijan estándares de formación, pero sin vestir con camisas de fuerza a las instituciones. Una excesiva regulación y una pesada burocracia son elementos que no contribuirían a la vital interacción entre la demanda por trabajo (empresas) y la oferta educativa (instituciones). Y, por cierto, la nueva institucionalidad debe contar con un sistema de financiamiento estudiantil que dé cuenta de la rentabilidad privada de las carreras, alejándose de la falacia de la gratuidad. En cuanto al financiamiento institucional, el sistema debe promover la competencia a partir de la entrega de recursos en función del desempeño laboral de sus egresados, el mejor indicador de la calidad de un título técnico-profesional. En este contexto, es necesario brindar mayor atención al desarrollo de los Centros de Formación Técnica. Las carreras ofrecidas por dichas instituciones tienen un inmenso potencial no solo para las nuevas generaciones, sino también para los miles de chilenos que requieren con urgencia ser capacitados laboralmente, muchos precisamente afectados por títulos universitarios de mala calidad. Que la participación en la matrícula agregada de estas instituciones se haya mantenido constante en la última década (en torno al 11%) no es una cifra alentadora. Sin embargo, apostar por una red de CFTs del Estado para revertirla, lo es menos. Construir las condiciones para que sean instituciones privadas, conectadas con las necesidades productivas locales, las que revitalicen estas carreras debe ser una de las prioridades. Es de esperar que el Consejo Asesor de Formación Técnico-Profesional constituido recientemente por el Mineduc se haga cargo de este desafío. El país debe avanzar para transformar la educación técnico-profesional en una fuente de capital humano avanzado. Los estudiantes y sus familias parecen dispuestos a realizar la apuesta. Ahora es necesario construir las bases de un sistema que permita satisfacer sus expectativas. De hacerlo bien, esos graduados podrían ser justo lo que le falta al país para reimpulsar su camino al desarrollo.
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Columna

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Educación

publicColaboración con Instituciones Internacionales

Universidad de Maryland
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Sergio Urzúa

Ing. Comercial U. de Chile. Ph.D. en Economía U. de Chicago (EE.UU.). Associate Professor University of Maryland.

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