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La gratuidad o la ausencia de una política

1 de octubre del 2015


Llegado el último tercio del año, aún no se tiene conocimiento de cómo se materializa la propuesta de la Presidenta Bachelet del 21 de mayo sobre “gratuidad efectiva sin beca y crédito” para la educación superior de estudiantes en las instituciones elegibles para el 2016. Son alrededor de 250 mil jóvenes cuyos gastos bordean los U$ 350 millones. En estos cuatro meses se ha escuchado de todo. “Como no hay suficientes recursos, se rebajará el beneficio al 50% de estudiantes vulnerables” (Cónclave de la Nueva Mayoría). “La gratuidad a través de becas es una opción” (Ministra Delpiano). “No está considerado el sistema de becas para la gratuidad” (subsecretaria Quiroga). “En 2016, tendrán gratuidad los estudiantes por un período que termina con la duración formal de la carrera, más un 20%” (documento del Mineduc). “El Estado solo financiará la educación formal y si el alumno se atrasa deberá pagar sus estudios” (jefe de Educación Superior). La improvisación, las declaraciones contradictorias y la poca sensibilidad política de quienes ejecutan los planes de gobierno en este ámbito de la política pública, han debilitado el sano ejercicio del poder, que debe tener los límites que dibujan la prudencia y la sabiduría, y lesionado -de paso- el liderazgo de la propia autoridad. Como decía el escritor francés Francois Fénelon, “el poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”. Es evidente la confusión reinante. Para las instituciones lo más grave es que el tema se zanjará en la Ley de Presupuesto 2016, lo que es inédito, además de que su resolución ocurrirá a fines de noviembre, cuando ya se habrán agotados los espacios para planificar. Pero el desconcierto continúa con un reciente cambio. El Mineduc dijo que el cálculo del aporte por gratuidad se basaría en los aranceles de referencia 2015, más un suplemento con tope del 20%. Ahora se señala que sería un arancel regulado definido por el promedio de un valor referencial de las carreras que pertenecen a instituciones con igual número de años de acreditación. Cualquiera sea el método, lo cierto es que la entidad que tiene hoy un arancel mayor a ese promedio debería absorber un déficit por alumno matriculado. ¿Cómo cubre la diferencia si no puede cobrar aranceles? Nunca antes nuestro sistema de educación superior se había enfrentado a tanta incertidumbre sobre el futuro. A las instituciones elegibles se les ha dicho que la adscripción a la gratuidad es “voluntaria”. No es efectivo; es forzosa porque todas ellas tienen por vocación ser inclusivas, es decir, buscan recibir a jóvenes talentosos, pero sin recursos. ¿Qué libertad pueden tener si al no sumarse quedan al margen de ayudas estatales? Y aquellas que no serán invitadas a la gratuidad, sea porque no hay más plata, o simplemente porque a la autoridad no les agrada cómo se gobiernan, seguirán cobrando aranceles y deberán ser muy imaginativas para atraer a estudiantes que pagarán cero en las entidades adscritas. Es comprensible la desazón de estudiantes y sus familias, rectores y dirigentes estudiantiles por la ausencia de una política bien pensada y definida de cómo se pretende avanzar hacia una mayor equidad en la educación superior. Quedan pocas dudas de que el modelo de gratuidad universal todavía camina de incógnito al no haber una medida de cuánto cuesta, a quienes alcanza, cómo se compensan las brechas de financiamiento y por qué es mejor que un esquema de becas y crédito, focalizado en los alumnos más vulnerables. La gratuidad en la educación superior ha sido una pesada carga para la imagen de un gobierno que aún no logra en acciones concretas responder a las expectativas cifradas de sus promesas de campaña. Columna publicada en La Tercera.
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Carlos Williamson

Ingeniero Comercial UC y Master of Arts de la Universidad de Chicago, EE.UU.

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